El niño le miró con atención.
-¿Te gusta la música?
-Mucho.
-Entonces no me pegarás. No se puede apreciar la música y pegarme. ¿No se lo dirás a nadie?
-A nadie.
-Entonces, escucha…
Tomó el violín. De pie en medio del sótano maloliente, vestido con sucios harapos, el niño judío cuyos padres habían sido asesinados en un gueto restituyó el mundo y a los hombres, restituyó a Dios. Tocaba.
Su rostro ya no era feo, su cuerpo torpe ya no era ridículo, y en su pequeña mano el arco se había convertido en una varita mágica. Con la cabeza echada hacia atrás como hacen los triunfadores, los labios entreabiertos en una sonrisa victoriosa, tocaba. El mundo había salido del caos. Había tomado una forma armoniosa y pura. Primero murió el odio, y a los primeros acordes el hambre, el desprecio y la fealdad huyeron, como larvas oscuras que a la luz se ciegan y mueren. En todos los corazones vivía el calor del amor. Todas las manos estaban tendidas, todos los pechos eran fraternales. De vez en cuando el niño se detenía y dirigía a Janek una mirada triunfal.
-Un poco más –murmuraba Janek.
El niño seguía. Y de repente Janek tuvo miedo, tuvo miedo de la muerte. Una bala alemana, el frío, el hambre, y él desaparecería antes de que su alma bebiese el Grial humano, creado en medio de la peste y el odio, de las matanzas y el desprecio, con el sudor de muchas frentes y el precio de lágrimas de sangre, en medio del gran sufrimiento del cuerpo y del espíritu, de la cólera o la indiferencia del cielo: el trabajo incomparable de esas hormigas humanas que en algunos años de vida miserable supieron crear belleza para los siguientes milenios.
El bosque del odio
Romain Gary
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